Cuentos de Cecilia Solá.
Y vos no querrías que alguien te esperara, si te pasa algo?
Un pulóver para Osvaldo.
Nos mudamos a la Capital en el 87, unos días después de que cumplí mis 15, y a papá lo ascendieron a gerente de sucursal.
No fue fácil al principio. Extrañaba las calles mansas y desparejas de mi pueblo, la escuela, las chicas, la casa vieja y conocida, con los árboles haciendo sombras chinas en la ventana.
Quizás fue por eso, por los árboles, que empecé a ir a la plaza, cerca del departamento al que nos mudamos.
Iba a la tarde y me quedaba sentada en un banco, escribiendo cartitas llenas de dibujitos tiernos para mis amigas de allá, de "casa".
En ese entonces no teníamos Internet, ni celulares, no podíamos chatear, enviar mails o whatsups, y solo nos quedaba extrañar.
Ahí fue donde la vi por primera vez.
Se sentaba en un banco, cerca de la fuente, con su canasto de mimbre, y tejía. Recuerdo el brillo rojo de la lana y el sonido de las agujas, rítmico, casi musical.
Ignoro por qué me llamaba la atención esa mujer de pelo castaño, lleno de canas, que se limitaba a sentarse allí, ajena a todo, desgranando el chic chac chic chac de las agujas.
Tal vez fuera el rostro ajado y triste, pero lleno de una extraña belleza atemporal, o los ojos que, de vez en cuando se alzaban hacia la avenida, como si la hubieran llamado, y luego volvían mansamente a su labor.
Fue la casualidad la que nos condujo a nuestra primera-y única- conversación, unos chicos en bicicleta pasaron demasiado cerca y el canasto de mimbre se volcó, esparciendo ovillos encarnados como manzanas peludas.
Mi educación de pueblo me empujó a dejar mi propio baluarte y ayudarla a recogerlos.
Me envolvió en una sonrisa cálida, amable, y vi que tenía ojos color chocolate, grandes, con arruguitas a su alrededor.
- Gracias mi querida, muy amable, muy amable- me dijo
-¿Qué teje?- pregunté, con la impertinente franqueza de la adolescencia- Siempre la veo acá.
Me mostró su obra.
- Un pulóver - explicó
-¿Para sus nietos?
Sonrió, meneando la cabeza veteada de canas brillantes.
-No, no tengo nietos. Es para Osvaldo, a él le gustan con cuello alto, y el rojo es su color favorito.
-¿Osvaldo es su marido?- continué, implacable.
- Mi hijo. Es flaco y alto, lo que le queda bien de cuerpo, es corto, y lo que es largo, le queda grande, así que se los tengo que tejer yo- me respondió con un orgullo casi inocente, antes de dejar de prestarme atención y volver a su sinfonía de lana y madera.
No volvimos a hablarnos, pero nos saludábamos con una ligera inclinación de cabeza y una sonrisa.
Pasaron un par de meses, empecé a extrañar menos, me invitaron a una fiesta, hice amigas.
Iba menos a la plaza, pero aún la veía de vez en cuando, en su banco de siempre.
Una tarde me acompañó Julieta, una de mis compañeras, que vivía cerca. Ella me vio saludar a la tejedora y me cuchicheó, asombrada y divertida
-¿Qué, la saludás?
-¿La conocés?- pregunté, entreviendo la posibilidad de averiguar algo más
-Sí, es doña Irene, está chapa la pobre, teje y teje, como esa del libro que dimos en Literatura.
Me irritó el tono de burla con el que habló, y que no se acordara del nombre de Penélope.
-¡Teje para el hijo, che, eso no es estar chapa!
-El hijo está muerto, nena. O desaparecido, que es peor. Estaba en Filosofía y Letras, y se metió en esas organizaciones que iban a trabajar con los pibes de los barrios. Re zurdo el flaco, pero dice mi papá que era buen chico, pero en esos días no era prudente andar haciéndose el loco. La cuestión que parece que lo levantaron unos tipos en un Falcon, a media cuadra de la casa el día que jugaban la final del Mundial, y no lo vieron más, y la pobre vieja le teje y le teje eso que no termina nunca - remató Julieta, encogiéndose de hombros.
Me dolía la panza, me dolía algo, no sabía qué, me dolía y me quemaba.
-¿A vos no te gustaría que alguien te esperara, si te pasara algo?- le pregunté con la garganta llena de lágrimas que no dejé que me llegaran a los ojos.
Siguieron unos días de lluvia, después final de trimestre, y no fui a la plaza por un tiempo.
Cuando volví, no la vi. Su banco estaba vacío, y aunque me quedé un buen rato, no apareció.
Una idea descabellada me cruzó por la cabeza ¿Y si Osvaldo había vuelto? ¿Y sí, como en las películas, había aparecido desde la avenida, bajo el sol de la tarde y con música de fondo, para ponerse el pulóver?
No aguanté y la llamé a Julieta, para preguntarle si sabía donde vivía Irene.
- Ah, la cha... Sí, Irene, la que teje. Pero, vos no te enteraste?
-¿De qué?- pregunté, sintiendo, igual que en el cine, que empezaba a sonar la música del final
-Se murió. Parece que vivía sola, y hace unos días la encontró el chico de la verdulería que le llevaba el pedido semanal. No sé, un infarto, parece.
Las últimas palabras me llegaron como desde muy lejos.
-Pobre, che, vos sabés que le encontraron el armario lleno de pulóveres rojos.
No fue fácil al principio. Extrañaba las calles mansas y desparejas de mi pueblo, la escuela, las chicas, la casa vieja y conocida, con los árboles haciendo sombras chinas en la ventana.
Quizás fue por eso, por los árboles, que empecé a ir a la plaza, cerca del departamento al que nos mudamos.
Iba a la tarde y me quedaba sentada en un banco, escribiendo cartitas llenas de dibujitos tiernos para mis amigas de allá, de "casa".
En ese entonces no teníamos Internet, ni celulares, no podíamos chatear, enviar mails o whatsups, y solo nos quedaba extrañar.
Ahí fue donde la vi por primera vez.
Se sentaba en un banco, cerca de la fuente, con su canasto de mimbre, y tejía. Recuerdo el brillo rojo de la lana y el sonido de las agujas, rítmico, casi musical.
Ignoro por qué me llamaba la atención esa mujer de pelo castaño, lleno de canas, que se limitaba a sentarse allí, ajena a todo, desgranando el chic chac chic chac de las agujas.
Tal vez fuera el rostro ajado y triste, pero lleno de una extraña belleza atemporal, o los ojos que, de vez en cuando se alzaban hacia la avenida, como si la hubieran llamado, y luego volvían mansamente a su labor.
Fue la casualidad la que nos condujo a nuestra primera-y única- conversación, unos chicos en bicicleta pasaron demasiado cerca y el canasto de mimbre se volcó, esparciendo ovillos encarnados como manzanas peludas.
Mi educación de pueblo me empujó a dejar mi propio baluarte y ayudarla a recogerlos.
Me envolvió en una sonrisa cálida, amable, y vi que tenía ojos color chocolate, grandes, con arruguitas a su alrededor.
- Gracias mi querida, muy amable, muy amable- me dijo
-¿Qué teje?- pregunté, con la impertinente franqueza de la adolescencia- Siempre la veo acá.
Me mostró su obra.
- Un pulóver - explicó
-¿Para sus nietos?
Sonrió, meneando la cabeza veteada de canas brillantes.
-No, no tengo nietos. Es para Osvaldo, a él le gustan con cuello alto, y el rojo es su color favorito.
-¿Osvaldo es su marido?- continué, implacable.
- Mi hijo. Es flaco y alto, lo que le queda bien de cuerpo, es corto, y lo que es largo, le queda grande, así que se los tengo que tejer yo- me respondió con un orgullo casi inocente, antes de dejar de prestarme atención y volver a su sinfonía de lana y madera.
No volvimos a hablarnos, pero nos saludábamos con una ligera inclinación de cabeza y una sonrisa.
Pasaron un par de meses, empecé a extrañar menos, me invitaron a una fiesta, hice amigas.
Iba menos a la plaza, pero aún la veía de vez en cuando, en su banco de siempre.
Una tarde me acompañó Julieta, una de mis compañeras, que vivía cerca. Ella me vio saludar a la tejedora y me cuchicheó, asombrada y divertida
-¿Qué, la saludás?
-¿La conocés?- pregunté, entreviendo la posibilidad de averiguar algo más
-Sí, es doña Irene, está chapa la pobre, teje y teje, como esa del libro que dimos en Literatura.
Me irritó el tono de burla con el que habló, y que no se acordara del nombre de Penélope.
-¡Teje para el hijo, che, eso no es estar chapa!
-El hijo está muerto, nena. O desaparecido, que es peor. Estaba en Filosofía y Letras, y se metió en esas organizaciones que iban a trabajar con los pibes de los barrios. Re zurdo el flaco, pero dice mi papá que era buen chico, pero en esos días no era prudente andar haciéndose el loco. La cuestión que parece que lo levantaron unos tipos en un Falcon, a media cuadra de la casa el día que jugaban la final del Mundial, y no lo vieron más, y la pobre vieja le teje y le teje eso que no termina nunca - remató Julieta, encogiéndose de hombros.
Me dolía la panza, me dolía algo, no sabía qué, me dolía y me quemaba.
-¿A vos no te gustaría que alguien te esperara, si te pasara algo?- le pregunté con la garganta llena de lágrimas que no dejé que me llegaran a los ojos.
Siguieron unos días de lluvia, después final de trimestre, y no fui a la plaza por un tiempo.
Cuando volví, no la vi. Su banco estaba vacío, y aunque me quedé un buen rato, no apareció.
Una idea descabellada me cruzó por la cabeza ¿Y si Osvaldo había vuelto? ¿Y sí, como en las películas, había aparecido desde la avenida, bajo el sol de la tarde y con música de fondo, para ponerse el pulóver?
No aguanté y la llamé a Julieta, para preguntarle si sabía donde vivía Irene.
- Ah, la cha... Sí, Irene, la que teje. Pero, vos no te enteraste?
-¿De qué?- pregunté, sintiendo, igual que en el cine, que empezaba a sonar la música del final
-Se murió. Parece que vivía sola, y hace unos días la encontró el chico de la verdulería que le llevaba el pedido semanal. No sé, un infarto, parece.
Las últimas palabras me llegaron como desde muy lejos.
-Pobre, che, vos sabés que le encontraron el armario lleno de pulóveres rojos.
Los monstruos, las Brujas y los colores.
Cuentan quienes saben las historias prohibidas que hace mucho tiempo, pero no tanto, los monstruos decidieron comerse todos los colores.
Se pusieron caretas de buena gente, y así empezaron a circular entre los habitantes, contando historias terroríficas sobre lo peligroso que eran los colores y más todavía quienes los usaban. También sobre lo mal que hacía cantar en las plazas, leer en los parques, bailar en las escuelas y regar las ideas con agua de lluvia.
Muchas y muchos les creyeron, y los monstruos aprovecharon para pedirles que dijeran los nombres de quienes más alto cantaban, más colorido pintaban, más ideas enseñaban y más libros leían; es decir, quienes más colores tenían en sus casas y en sus almas.
Entonces, una noche, los monstruos llegaron a esas casas, escuelas y plazas, y se llevaron a todos los colores.
Mucha gente los vio, pero poca habló: algunos por miedo, otras porque estaban de acuerdo con los monstruos, y otras y otros, simplemente, porque estaban ocupadas y ocupados en otras cosas, y les parecía que todo ese lío no tenía nada, nada que ver con ellas ni ellos.
Así, de a poco, los monstruos iban devorando uno a uno todos los colores de ese reino: se comieron el verde esperanza, el azul emoción, el rojo apasionado, el anaranjado de las ideas, el turquesa de la imaginación, el amarillo de las carcajadas y el rosa chicle de las sonrisas. Solo quedaban los grises, cada vez más grises, más quietos y callados, detrás de ventanas cerradas.
Triste, triste se volvió el reino, sin cantos, ni risas ni colores.
Los monstruos se llevaban los colores y a las semillas de esos colores, porque sabían que si se corta un árbol, pero se dejan las semillas, ese árbol vuelve a crecer más alto, más fuerte y más verde que nunca. Los colores que se llevaban los monstruos desaparecían, y casi nadie preguntaba qué había pasado con ellos o dónde estaban.
Casi, porque entonces se alzaron las Brujas Blancas. Ellas empezaron a preguntar por los colores: los buscaron en cada rincón, detrás de los muros y dentro de los pozos, caminaron incansablemente, y hasta enfrentaron a los monstruos, preguntando adónde se habían llevado a los colores.
Al principio ellos no les prestaron atención, después trataron de asustarlas, hasta que se dieron cuenta de que no tenían miedo. Luego intentaron comérselas, pero cada vez que lograban comer a una, aparecían más. Las Brujas Blancas querían los colores de vuelta, y no estaban dispuestas a detenerse.
Los monstruos empezaron a retroceder, las y los habitantes del reino empezaron a despertar del miedo, las personas cómplices de los monstruos intentaron inventar historias de brujas malas, pero casi nadie les creyó.
Y un día los monstruos se retiraron. Algunos fueron hechos prisioneros, otros escaparon, con su careta de buena gente, algunos más se murieron, y la gente creyó que las Brujas Blancas se detendrían en su búsqueda, porque había pasado mucho tiempo, y quizás los colores ya se habían despintado.
Pero no fue así. Las Brujas Blancas continuaron revisando cada piedra, cada muro, cada pozo, cada río, cada monte, en busca de los colores, porqué sabían que, en algún lado, los monstruos los habían escondido, los habían engañado, haciéndoles creer que eran monstruos ellos también, que siempre habían sido monstruos, que su destino único era ser monstruos y no colores.
Y entonces, una mañana, empezó a suceder: encontraron un color, un violeta intenso, que había sido formado por la pasión del rojo y la esperanza del azul, y se parecía un poco a ambos, según donde diera la luz.
Y después encontraron una carcajada amarila, una esperanza verde, un gesto magenta, unos ojos marrones, unas trenzas coloradas y unos rulos chocolate...
Y aún ahora siguen los mostruos odiándolas y ellas, derrotándolos.
Y aún ahora sigue la gente amiga de los monstruos diciendo que los colores no existen.
Y aún ahora siguen las Brujas Blancas buscando y encontrando colores. Ya van 130.
El viejo.
Cada mañana , un poco antes de las diez, Diego empuja la silla de ruedas hasta colocarla junto a la ventana que da al pequeño jardín del frente.Es un barrio tranquilo, y una calle solitaria; los pocos vecinos que transitan las veredas angostas y arboladas ya no se vuelven a mirar hacia el chalecito, indiferentes al rostro del viejo, sus ralos cabellos blancos, sus manos temblorosas, manchadas por la edad, y el vacío enorme de sus ojos acuosos.
De vez en cuando , el joven enfermero mueve un poco la silla, para que que no le de el sol en la cara, le acomoda la manta raída que le cubre las piernas, le alcanza un vaso con agua y la medicación.
A las once llega Sandra, la otra enfermera, que también se encarga de cocinar. Es una mujer joven y robusta, capaz de lidiar con el peso muerto que es el cuerpo paralizado que ocupa la silla de ruedas.
A esa hora el viejo empieza a agitarse, murmura ininteligiblemente, pierde algo de su hierática inmovilidad.
Diego sonríe y le acerca el cigarro y un encendedor.
-No hagas eso- reprocha Sandra- No tiene que fumar.
El muchacho sonríe, con aire de disculpas. Ya sabe que el médico seguramente no lo aprobaría, y sospecha que a Sandra no le importa esa indicación, sino que le molesta el humo acre del cigarro-
Pero le da lástima su paciente, tan quieto, tan viejo, que a veces le da la impresión de que slo este cigarro lo diferencia de un cadáver.
Y está tan solo, además. Nadie visita el chalecito, ni la hija, que se limita a depositar en la cuenta de la clinica la suma correspondiente a los servicios de enfermería y acompañante geriátrico que contrató, pero jamás aparece.
Ni sobrinos, ni nietos, ni siquiera esos parientes molestos que todos tenemos, nadie parece recordar que el viejo aún vive.
-Eso es ahora- aclara Sandra, que ya hace más de un año que trabaja ahí- Cuando lo trajeron era otra cosa, había periodistas, vecinos, gente gritando y tirando cosas contra la casa, rompieron todo el jardincito de adelante, iban y volvían todos los días. Por eso se cansó el otro enfermero, y se fue. Tenía que hacer hasta de guardia de seguridad.
Diego la mira, sorprendido. ¿A quién puede interesarle este anciano, más muerto que vivo?
- Estaba preso. Parece que era de "la pesada", de los milicos que secuestraban gente, pero por la edad, el año pasado lo dejaron venirse a su casa-
El muchacho ha leído algo, ha escuchado otro poco, recuerda las charlas con la profesora de Historia y las discusiones de su padre con el tío Mario, que siempre fue un poco la oveja negra de la familia, y que se levantaba de la mesa cada que el hermano decía que, por lo menos, con los militares no había tanta inseguridad.
Recuerda haber visto algunas fotos, hombres de rostros duros, con uniforme, nada que ver con este anciano que tiene manchas de vejez en el rostro y en las manos, que se agita, inerme, ante el deseo de un cigarrillo, prisionero de su silla de ruedas.
-¿Estás segura de que es él?- pregunta, todavía incrédulo, y Sandra asiente firmemente.
-¿Por eso no te cae bien, Sandra?- se anima a preguntar de repente, y ella se queda mirándolo, como si le hubiera puesto palabras a lo que ella no nombraba.
- Debe ser, sí- reconoce - No sé como explicarlo, es como cuando ves un bicho en una jaula, o en la tele, una araña. Sabés que no te puede hacer nada, pero igual se te erizan los pelitos de la nuca. Si es cierto que hizo la mitad de lo que dicen, es un monstruo- se anima por fin a decir en un susurro- Mató gente. Les hizo cosas horribles, y después las mató.
-Capaz lo obligaron- dice Diego, repitiendo, sin saber, un argumento que se utilizó cientos, miles de veces en los juicios por lesa humanidad de este y otros países.
Sandra se encoge de hombros. No le gusta hablar de esto.
- Capaz, pero nadie te puede obligar a ser un monstruo, y que te guste- murmura, antes de salir de la habitación.
Diego se vuelve a mirar hacia la ventana. El sol entra a raudales, es hora de mover la silla, y se acerca, pero de repente se queda inmóvil, la cara congelada en un gesto de horror y asco.
El viejo ha movido la mano que sostiene el cigarro, apoyándola sobre el alféizar. La brasa colorada de la punta pende sobre una hormiga, de esas negras y grandes que recorren los troncos rugosos, una tortura que ha inmovilizado al animal, incapaz de huir, retorciéndose bajo ese dolor que debe ser inenarrable. Diego sabe que es imposible, pero si pudiera, la hormiga estaría aullando un grito de dolor lacerante, que le destrozaría la garganta.
Los ojos acuosos del viejo ya no están vacíos y ausentes. Brillan de placer, y un hilo de baba cuelga obscenamente de su boca, que esboza una sonrisa de satisfacción.
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